Por Augusto Cáceres Viñas
Hace pocos días, con ocasión de un nuevo aniversario del asesinato de Antonio Miró Quesada de la Guerra y de su esposa María Laos Argüelles, el diario El Comercio publicó un artículo firmado por una de sus nietas. En él se afirma que, a raíz de ese crimen, la familia propietaria del periódico declaró la “muerte civil” del APRA y de Víctor Raúl Haya de la Torre, a quien consideraron autor intelectual del asesinato.
Discrepo profundamente. Lo que está en juego aquí no es solo una versión familiar de los hechos, sino una necesaria revisión histórica, política y moral de un capítulo trágico de nuestra República.
Entre 1930 y 1935 el Perú vivió uno de los quinquenios más convulsos y violentos de su historia republicana. Los hechos de ese período marcaron nuestra vida política durante casi medio siglo, y muchos de sus reflejos y vicios —lamentablemente— nos acompañan hasta hoy.
Luego del derrocamiento de Augusto B. Leguía en 1930, el país fue conducido a elecciones generales en diciembre de 1931. El ganador fue el coronel Luis M. Sánchez Cerro. El perdedor, Víctor Raúl Haya de la Torre, denunció fraude y desconoció el resultado. Lo que siguió fue una escalada de polarización y violencia: protestas, huelgas, represión, detenciones masivas y desapariciones.
En enero de 1932 se dictó la abusiva Ley de Emergencia. El APRA fue declarado ilegal, y sus 22 parlamentarios fueron deportados. En marzo, un militante aprista atentó contra Sánchez Cerro. En mayo, el gobierno encarceló a Haya de la Torre y enfrentó la sublevación de marinos del Grau y el Bolognesi, que culminó con fusilamientos.
En julio estalló la Revolución de Trujillo, con más de seis mil víctimas entre muertos, heridos, encarcelados y ejecutados. Fue un baño de sangre. En 1933, ya en guerra con Colombia, el país sufrió otro golpe: el asesinato del presidente Sánchez Cerro a manos de un joven aprista. Benavides asumió el poder, liberó a Haya, pero promulgó una Constitución que proscribía al APRA. Las rebeliones continuaron. Haya entró en la clandestinidad en 1934 y no saldría de ella hasta 1945.
En ese contexto de encono y violencia política, el 15 de mayo de 1935 fue asesinado Antonio Miró Quesada, director de El Comercio, junto a su esposa. El autor del crimen fue un joven militante aprista de 19 años. Declaró que actuó por odio hacia los editoriales del diario, que —según él— “incitaban a que los peruanos se mataran entre sí”.
¿Fue Víctor Raúl Haya de la Torre el autor intelectual de ese crimen? No. No hay una sola prueba que lo vincule. Y sin embargo, desde entonces, el APRA quedó marcado como responsable moral del asesinato, y Haya fue condenado al silencio mediático y a la exclusión política por parte del diario decano.
Lo paradójico —y aquí radica la necesidad de una revisión honesta de los hechos— es que fue El Comercio, bajo la dirección de Miró Quesada, el que en 1931 desató una campaña sistemática contra el APRA. No se trató de crítica política legítima, sino de una ofensiva implacable, ideológica y personal. Desde entonces, el diario no solo apoyó abiertamente la candidatura de Sánchez Cerro, sino que publicó propaganda gratuita, denigró al APRA como “secta comunista”, “antipatriótica”, “anticristiana” y justificó todas las arbitrariedades del gobierno: la deportación de parlamentarios, la ilegalización del partido, la represión militar y la prisión de Haya.
Cuando cayó la sangre de Chan Chan, El Comercio calló. Cuando se asesinó a Sánchez Cerro, el diario lloró, y lo glorificó. Cuando se cometieron excesos contra miles de apristas, apenas se inmutó. Su papel como medio fue más que el de espectador: fue partícipe activo en la construcción de una narrativa de odio.
Nada, absolutamente nada, justifica el asesinato de Miró Quesada y su esposa. Lo condeno sin matices. También rechazo la amnistía otorgada a su asesino en 1945. Pero sería intelectualmente deshonesto ignorar el contexto. La violencia no brota del vacío: se alimenta de odios, exclusiones y discursos extremos. Haya, con 37 años, debió actuar como el estadista que aspiraba ser. Miró Quesada, con 60, debió usar su poder mediático con más responsabilidad. Ambos fallaron.
Otro habría sido el Perú si esos dos hombres —ambos brillantes, ambos poderosos— hubiesen optado por el encuentro y la altura, en lugar de la confrontación y el dogma.
Lo más grave es que no hemos aprendido. Hoy, noventa años después, los políticos siguen polarizando y los medios, en muchos casos, siguen el mismo libreto: editorializan para destruir al adversario, no para esclarecer al ciudadano. Como en 1935, el país arde, y pocos parecen dispuestos a apagar el fuego.
Ojalá este artículo sirva, al menos, para reflexionar.
Lima 18 de mayo de 2025
Fuente: CanalB
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