Por Manolo Fernández
En el principio, cuando la Tierra apenas despertaba del caos primordial, las primeras formas de vida emergieron como destellos de continuidad.
Microorganismos simples, auto replicantes, inmortales en su esencia, sin noción del tiempo, sin conciencia de fin. No existía la muerte. Solo existencia.
Durante millones de años, la muerte fue una palabra sin sentido. No había células que murieran por vejez, no había decadencia programada, no existía el ocaso de la conciencia. Era un ciclo eterno de duplicación, adaptación y supervivencia.
Pero a medida que la vida se hizo más compleja —con tejidos, órganos, cuerpos, cerebros— también emergió la fragilidad. La muerte se volvió necesaria para sostener el equilibrio, para dar paso a lo nuevo, para renovar lo que envejecía. La muerte apareció como un precio que pagamos por la evolución.
El humano es la única especie que sabe que va a morir, el ser humano es la única criatura capaz de mirar el cielo estrellado y preguntarse cuánto tiempo más podrá contemplarlo.
Sabemos que vamos a morir, y esa certeza nos duele, nos atormenta, nos inspira y nos lanza a buscar sentido.
Es la angustia de lo finito lo que ha impulsado los grandes logros de la civilización: la arquitectura, la medicina, la poesía, los viajes espaciales…
Todo surge del deseo profundo de trascender la muerte, de ganarle al reloj, de ser eternos en algún rincón del universo.
La muerte es un enemigo sin banderas, la muerte no distingue colores ni pasaportes. No negocia con presidentes ni se apiada de los niños.
Mueren capitalistas y comunistas.
Mueren creyentes y ateos.
Mueren los que conquistan el mundo y los que apenas sobreviven un día más.
Mueren los rusos, los chinos, los norteamericanos, los africanos, los peruanos.
Mueren los sabios, los justos, los malvados.
Todos, sin excepción, son alcanzados, la muerte es el único enemigo verdaderamente universal. No es ideológica, no es cultural. Es biológica, inexorable, absoluta. Y lo más desconcertante es que hemos aprendido a vivir con ella, pero nunca a aceptarla del todo.
En un mundo dividido por clases, razas, géneros y credos, la muerte es la única que no hace distinciones. Es la fuerza que nos recuerda que todos somos, ante todo, vulnerables y transitorios. Y sin embargo, no hay que romantizarla. La muerte no es hermosa. No es noble. Es pérdida. Es ausencia.
Es vacío.
Y aunque hayamos creado rituales, canciones y poemas para comprenderla, en el fondo la muerte sigue siendo nuestro más grande enemigo.
Hoy, por primera vez en la historia, la ciencia está empezando a entender los secretos de la vida al nivel más profundo: el nivel molecular, genético, cuántico. Gracias a los avances en inteligencia artificial, biotecnología y nutrición molecular, estamos prolongando la vida como nunca antes. Células que antes envejecían sin remedio, hoy pueden reprogramarse. Genes que marcaban el final de la vida, hoy pueden editarse. Enfermedades que eran sentencia, hoy son solo obstáculos.
Y esto es solo el comienzo. La inteligencia artificial no solo diagnostica, predice y cura: ahora diseña soluciones, acelera descubrimientos, crea simulaciones de futuros posibles. Con la ayuda de la inteligencia artificial, y los conocimientos avanzados sobre nutrición molecular, se está prolongando la vida.
Lo que parecía utopía hoy empieza a rozarse con los dedos. Vivir 100, 120, 150 años con vitalidad ya no es un sueño imposible. Algunos científicos creen que el primer ser humano que vivirá 200 años… ya ha nacido. Y otros más audaces —pero no menos rigurosos— plantean un escenario inquietante y fascinante: la muerte podría volverse opcional.
Terapias de rejuvenecimiento celular. Nanobots que reparan tejidos desde dentro. Organos impresos. Conciencias digitalizadas. La frontera entre lo biológico y lo digital está desapareciendo.
La esperanza no es fantasía, es visión. Si la muerte surgió con la evolución, ¿por qué no podría también ser superada por ella?. Tal vez no mañana. Tal vez no para todos al mismo tiempo. Pero el camino está trazado.
Y no hay fuerza más poderosa que una humanidad decidida a vencer su destino.
La vida nació para vivir.
La muerte no es el fin natural de la vida, sino un accidente de la biología que hoy estamos aprendiendo a descifrar.
Quizá algún día, cuando miremos atrás desde un futuro lejano, recordemos a este tiempo como el amanecer de la era sin muerte.
Y entonces, la historia de la humanidad será la historia de una especie que se atrevió a desafiar lo inevitable… y lo logró.
Fuente: CanalB
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