Editorial de El Reporte
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Durante años, el Perú ha financiado un pozo sin fondo. Un pozo con logo, con directorio, con sindicato y con pérdidas: Petroperú. Esa empresa que produce comunicados más rápido que petróleo y que ha hecho de la palabra “capitalización” un sinónimo de “rescate”. Cada vez que quiebra, el Estado corre. Cada vez que corre el Estado, se detiene el país.
En apenas cinco años, los contribuyentes hemos inyectado más de S/ 5,000 millones en aportes de capital directos, sin contar los créditos, garantías y reprogramaciones de deuda que hoy comprometen aún más el presupuesto público. Todo para sostener una compañía que, lejos de generar rentabilidad, ha acumulado pérdidas superiores a US$ 1,000 millones entre 2023 y 2024. Según sus propios estados financieros auditados, Petroperú cerró 2024 con una pérdida neta de US$ 774 millones, una deuda que supera los US$ 8,500 millones, y un capital de trabajo negativo de casi US$ 1,900 millones.
Esa es la verdadera factura del mito de la “empresa estratégica”. Petroperú no ha garantizado soberanía energética ni estabilidad de precios: importa crudo, vende por debajo del costo y mantiene una estructura burocrática sobredimensionada. Su proyecto emblemático, la Nueva Refinería de Talara, terminó costando más de US$ 6,500 millones, el doble de lo presupuestado originalmente, tras demoras, sobrecostos y sospechas de corrupción. Aun con la planta operando, los balances muestran que, bajo supuestos optimistas, recuperar la inversión demoraría más de veinte años.
Mientras tanto, el país vive otra urgencia. La inseguridad ciudadana se ha convertido en el principal problema nacional. Lima, Trujillo, Chiclayo o Arequipa padecen asaltos, extorsiones y sicariatos a plena luz del día. Y ahí emerge la paradoja: el Estado no tiene dinero para patrulleros, chalecos antibalas o cámaras de seguridad, pero sí lo tiene para refinadores sin clientes. La delincuencia, en cambio, sí tiene liquidez inmediata, movilidad propia y tecnología más avanzada que la Policía.
En ese contexto, la decisión del presidente José Jerí Oré y de la ministra de economía, Denisse Miralles, de poner fin al subsidio permanente a Petroperú y redirigir esos recursos hacia la seguridad ciudadana, no es simplemente económica: es moral. Es, en esencia, una corrección de prioridades. Significa decirle al país que la vida de los peruanos vale más que la vida artificial de una empresa quebrada. Que los impuestos deben proteger a los ciudadanos, no a los directorios.
Durante años, cada gobierno ha repetido el mismo argumento: “Petroperú es estratégica”. Sí, pero estratégica para quienes viven de sus pérdidas. Cada rescate ha sido una victoria para los intereses enquistados que encuentran en la empresa un botín político. Hoy, por primera vez, el Ejecutivo parece dispuesto a romper ese ciclo. No se trata de privatizar por dogma, sino de asumir que ningún país puede sostener indefinidamente una empresa sin rumbo ni eficiencia, menos aun cuando la delincuencia se ha convertido en una amenaza existencial.
Los números lo explican mejor que cualquier discurso. El total comprometido en rescates equivale al 80% del presupuesto nacional de saneamiento o al 50% del destinado a protección social. Recursos que pudieron financiar comisarías, reforzar patrullajes o modernizar los sistemas de inteligencia policial. Cada sol que se desvía hacia Petroperú y no hacia la seguridad es una oportunidad perdida para devolverle confianza al ciudadano que vive con miedo.
Por eso, la reforma anunciada en el directorio de la empresa debe ir más allá del cambio de nombres: debe ser el inicio de un retiro ordenado del Estado como accionista omnipotente. Si el gobierno quiere demostrar responsabilidad, debe garantizar que no habrá otro rescate, que la gestión se profesionalizará con criterios de mercado y que, en adelante, cada sol público invertido genere valor real para la población.
Porque en el Perú, lo sensato suele parecer una herejía. Decidir que el dinero de todos no seguirá financiando un barril sin fondo, sino un patrullero más en las calles, no debería ser revolucionario, pero lo es. Y si de algo sirve esta crisis, que sirva para entender que la verdadera empresa del Estado es la seguridad de su gente. Todo lo demás es ruido, petróleo sin refinar.
Fuente: CanalB
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