Por Ernesto Álvarez Miranda, publicado en Expreso
La democracia como ideología tiene una indiscutible superioridad moral, pues es la única que permite el desarrollo de conceptos fundamentales como libertad, pluralismo y dignidad humana. Pero, como sistema, tiene un defecto que arrastra desde los tiempos atenienses: la contradicción entre el perfil del liderazgo carismático, capaz de obtener los votos, y la figura del político capacitado para gestionar acertadamente los recursos de una sociedad. Salvo históricas excepciones, quien tiene el carácter y la preparación para ser estadista carece del encanto personal y de la capacidad histriónica necesaria para triunfar en la competencia mediática por la simpatía de los electores. No en vano, los griegos temían que la democracia degenerara en demagogia, forma pervertida de gobierno.
Por ello, los convencionales de Filadelfia diseñaron la elección indirecta del presidente, pues los votos de los ciudadanos determinan qué candidato logra los compromisarios de cada uno de los 50 estados. Reunidos los 528 compromisarios en la convención de nominación presidencial, votan por quien gobernará Estados Unidos. Como la ley estatal determina la modalidad con la que se transforman los votos ciudadanos en compromisarios, 48 estados y Columbia decidieron que el candidato que gane la elección obtiene la totalidad de compromisarios en disputa. Esa regla es la que mantiene el bipartidismo norteamericano.
Tanto el parlamentarismo europeo como el presidencialismo americano funcionan correctamente cuando existe bipartidismo, ya sea perfecto como el norteamericano o imperfecto como el alemán por tener dos partidos capaces de gobernar, pero dos o tres partidos menores capaces de otorgar la ansiada mayoría parlamentaria. Por el contrario, el multipartidismo producido por el sistema proporcional resta gobernabilidad y ocasiona permanente inestabilidad política.
Así, tenemos ya dos datos importantes para reconstruir nuestro régimen político, transformándolo en uno que, en lugar de lastrar el desarrollo económico y social, contribuya a la realización de los objetivos nacionales. Así como copiamos mal el presidencialismo norteamericano en el Congreso General Constituyente de 1827, podríamos impulsar ahora una audaz reforma constitucional designando un número de compromisarios para cada región y Lima Metropolitana, proporcional a su población electoral, de forma que los ciudadanos en las urnas determinen qué candidato se lleva la totalidad de compromisarios en juego en cada región; así, ganaría la elección presidencial quien obtenga la mitad más uno de compromisarios.
Esa simple regla constitucional cambiaría por completo el panorama político, pues serían innecesarias las invocaciones en procura de grandes alianzas electorales entre las decenas de aspirantes a residir en Palacio de Gobierno. Quien aspira a la presidencia de un país suele tener un ego majestuoso o la necesidad de postular para asegurar un grupo parlamentario; no son los racionales ruegos académicos los que modificarán el curso de sus acciones, sino la necesidad política.
Fuente: CanalB
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