Escrito por Juan Carlos Suttor
La intención de este artículo no es discutir si el sueldo de S/ 35.568 que se le ha asignado recientemente a la presidente Dina Boluarte es el correcto, o cuáles han sido los criterios técnicos para determinar ese monto, o quiénes han participado en este cónclave para determinar dicho monto mágico o si SERVIR (Autoridad Nacional del Servicio Civil) ha tenido alguna participación en este proceso.
Desgraciadamente, la reciente noticia del aumento de sueldo de la presidente de Perú, Dina Boluarte, ha generado una ola de debate y críticas en la opinión pública y en el Congreso de la República, poniendo en el centro de la discusión las consideraciones éticas inherentes a la remuneración de los altos funcionarios en un país con marcadas desigualdades y desafíos económicos. Si bien los ajustes salariales son parte de la administración pública, el momento, la forma y el contexto en que se produce este incremento han levantado serias interrogantes sobre la sensibilidad del gobierno ante la realidad ciudadana.
Es bien sabido que el sueldo de la presidente Boluarte ha experimentado un incremento significativo de más del 122%, un hecho que choca con la narrativa de austeridad y contención del gasto público que a menudo se predica desde las esferas gubernamentales. En un país donde una parte considerable de la población lucha contra la inflación, la inseguridad alimentaria y la precarización laboral, la percepción de un aumento salarial para la máxima autoridad, sin una justificación clara y transparente, puede ser interpretada como una desconexión palpable con las necesidades de la gente.
Las consideraciones éticas en este escenario son múltiples y complejas. En primer lugar, se plantea la cuestión de la legitimidad moral de tal aumento. Los funcionarios públicos, especialmente el jefe de Estado, tienen la responsabilidad de servir al país y a sus ciudadanos. Su remuneración, si bien debe ser justa y acorde a la alta responsabilidad del cargo, también debe reflejar un principio de moderación y solidaridad con la población que representan. Cuando la economía nacional atraviesa un período de ralentización o cuando sectores importantes de la sociedad enfrentan dificultades, un aumento de sueldo para los más altos cargos puede erosionar la confianza pública y alimentar la percepción de una élite política ensimismada en sus propios intereses.
En segundo lugar, la transparencia y la rendición de cuentas son pilares fundamentales de una gestión ética. La falta de una comunicación clara y anticipada sobre este aumento, sumada a la ausencia de explicaciones detalladas sobre los criterios que lo justifican, contribuye a la opacidad y a la suspicacia. Los ciudadanos tenemos el derecho a saber cómo se administran los recursos públicos y bajo qué parámetros se establecen las remuneraciones de quienes nos gobiernan. La opacidad en este tipo de decisiones fomenta la desconfianza y debilita la legitimidad de las instituciones.
Un tercer punto ético reside en la ejemplaridad. Los líderes políticos, por su posición, son modelos a seguir. Un aumento de sueldo en momentos inoportunos envía un mensaje contradictorio sobre las prioridades del gobierno. Si se pide a los ciudadanos que ajusten sus gastos o que comprendan las limitaciones fiscales, los líderes deben ser los primeros en demostrar un compromiso con la austeridad y la moderación. La percepción de un "doble rasero" –austeridad para el pueblo, bonanza para la élite– puede tener un impacto devastador en el tejido social y en la percepción de justicia.
Finalmente, está la cuestión de la priorización de los recursos. En un país con tantas necesidades urgentes –desde la mejora de la infraestructura educativa y sanitaria hasta el combate a la inseguridad ciudadana–, el destino de cada sol es crucial. Si bien un aumento salarial para un alto funcionario puede parecer una fracción insignificante del presupuesto nacional, su valor simbólico es inmenso. El debate se centra no solo en la cantidad monetaria, sino en el mensaje que se envía sobre dónde se colocan las prioridades y cómo se valora el servicio público en relación con las necesidades de la ciudadanía.
En conclusión, el reciente aumento de sueldo de la presidente Dina Boluarte, más allá de su legalidad, ha abierto un necesario debate ético sobre la responsabilidad, la transparencia y la ejemplaridad en el ejercicio del poder. En tiempos de incertidumbre económica y social, la clase política está llamada a demostrar una mayor sensibilidad y una genuina conexión con las realidades de sus gobernados. La percepción pública de este tipo de decisiones es crucial para mantener la fe en las instituciones democráticas y para construir un clima de confianza mutua entre el gobierno y la ciudadanía.
Sí, creo que un jefe de Estado debe tener la mayor remuneración dentro del aparato estatal, pero lo ético, algo de lo que adolece nuestra presidente, –además de sus deméritos y pobres resultados–, hubiera sido aplicar este decreto a partir del 28 de julio de 2026, para el nuevo presidente.
Fuente: CanalB
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