Por Rodrigo Ballester, publicado en El Debate
En nombre de la diversidad, se permite a hombres «competir» en torneos femeninos (como ocurrió en el infame tornero de boxeo olímpico), que violadores acaben en cárceles de mujeres mientras se les llama tan oficial como despectivamente «seres menstruantes»
Se cierra el telón, y aunque a nivel deportivo los Juegos Olímpicos de París han sido memorables, también pasarán a la historia por su ceremonia de inauguración que fue en gran parte un aquelarre woke con tintes satánicos. Si alguien buscaba la prueba definitiva de la arrogante y grotesca decadencia de Occidente, las élites parisinas saturadas de ideología consiguieron la torpe proeza de despreciar su propia cultura ofendiendo a muchas otras, en prime time.
Pero más allá del patético reflejo de Pavlov de mofarse y de ofender cómo si fuera un logro universal del génie français, lo que, con la distancia, llama la atención es la insultante frivolidad con la que una minoría exultante se permitió humillar a una mayoría resignada delante de billones de televidentes atónitos. La bochornosa burla de la Última Cena es la consecuencia directa de la brutal secularización que arrasa Europa, pero no sólo. También es un indicador de la hegemonía de la ideología arcoíris-queer-trans convertida ya en un culto oficial que se impone con la insolencia de los elegidos y la impunidad de los intocables. Detrás de la narrativa victimista habitual se esconden privilegios, favoritismo y una omnipresencia que lo hace casi obligatorio.
Casi? En España, las empresas de más de cincuenta trabajadores tienen la obligación de establecer planes de inclusión para trabajadores queer mientras que el servicio público de empleo les dan preferencia como a las mujeres maltratadas o las personas en situación de exclusión social. Además, la ley invierte la carga de la prueba y obliga al acusado a probar su inocencia en caso de acusaciones homófobas y tránsfobas, un cambio radical de reglas jurídicas establecidas por el derecho romano y una patada a la presunción de inocencia, nada menos. En Canadá, un tribunal condenó a seis meses de cárcel a un padre que se oponía a la «transición» (es decir, la inyección de hormonas, bloqueadores de pubertad y doble mastectomía) de su hija sana. En Suiza, el Estado ha retirado la patria potestad a unos padres por los mismos motivos mientras que Francia castiga con dos años de cárcel las terapias de conversión, lo cual impide que psicólogos ayuden a menores desnortados a reconsiderar mutilaciones irreversibles. Y no olvidemos que la UE, sin tener competencia alguna en educación, ha confiscado billones de euros a Hungría por proteger a los menores frente a cualquier propaganda sexual, especialmente la de género.
La dimensión antropológica de esta hegemonía es también asombrosa. En nombre de este culto, se redefine la biología más elemental, se proclaman sandeces como que el sexo es una construcción cultural y se altera la gramática con reglas absurdas. También se cambia la enseñanza básica, se intenta pervertir a los niños sexualizándoles desde edades tempranas y se les enseña a bailar como drag queens en campamentos de verano. ¡La inocencia de los niños sacrificada en el altar de la «inclusión» según los trans! Las mujeres son las otras víctimas colaterales del culto arcoíris. En nombre de la diversidad, se permite a hombres «competir» en torneos femeninos (como ocurrió en el infame tornero de boxeo olímpico), que violadores acaben en cárceles de mujeres mientras se les llama tan oficial como despectivamente «seres menstruantes».
Culturalmente, la hegemonía queer fomentada desde las más altas esferas es también apabullante e invasiva. Desde las banderas arcoíris cubriendo la fachada del Servicio de Acción Exterior de la UE, los semáforos de Trafalgar Square en forma de símbolo trans, pasos de cebra multicolores en tantas ciudades o el festival de Eurovisión, el rodillo queer ha colonizado el marketing y los espacios públicos con una voracidad y una eficacia inédita.
Solo faltaba apropiarse del evento apolítico por antonomasia, los Juegos Olímpicos y transformarle en una pasarela ideológica. Dicho y hecho, salvo que esta vez, el tiro les salió por la culata porque lo habitual en Occidente es profundamente chocante para la mayoría del planeta. Una polémica que puso en la diana el insufrible narcisismo de los gurús queer así como la altivez y aislamiento de las élites políticas y culturales. No obstante, este escándalo tuvo el mérito de abrir los ojos a los occidentales atemorizados y alarmados por su propia decadencia para que vean que no están solos y que este disparate liberticida puede y debe pararse ya.
Francamente, por qué un grupo en particular goza de semejantes privilegios legales, económicos y sociales? Quién es la víctima, el intocable que ofende sin permitir que ni siquiera se le critique, o un creyente humillado antes los ojos del mundo? Es hora de hablar claro: el culto queer ha engendrado una influyente e insolente casta de privilegiados cuya hegemonía adquiere tintes autocráticos. Y si la transgresión consiste precisamente en burlarse de los poderosos y reírse de las creencias hegemónicas, entonces reivindiquemos el derecho a someter al favorecido y oficialista culto arcoíris a los mismos criterios de libertad de expresión que ellos aplican a los demás. Entre otras razones, porque a partir de ahora, cientos de millones de cristianos y demás ciudadanos apegados al respeto mutuo, a la igualdad ante la ley y a la defensa de las libertades públicas, ya no están por la labor de tender la otra mejilla.
Rodrigo Ballester fue funcionario europeo y dirige el Centro de Estudios Europeos del Mathias Corvinus Collegium en Budapest
Fuente: CanalB
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