Por Francisco Calisto
En el Perú, el Estado no fracasa por accidente: fracasa por vocación. Y lo hace con la solemnidad de un ministerio y la desfachatez de una combi.
Razón tiene Fernando Cillóniz en su último artículo —que invito a leer (https://canalb.pe/noticias/opinion/si-el-estado-no-pudo-con-machu-picchu-menos-podra-con-olmos-por-fernando-cilloniz)— cuando desnuda, con la claridad que lo caracteriza, la podredumbre y la indolencia de nuestro alicaído Estado. Sus ejemplos son tan contundentes que casi no haría falta añadir nada más. Sin embargo, la realidad peruana es tan pródiga en ridiculeces y fracasos, que siempre… siempre queda material para seguir documentando nuestra tragicomedia nacional (“Sufre Peruano… sufre”).
En nuestro Perú, el Estado no fracasa: se perfecciona y esmera en descarrilarse. No es un accidente ni un desliz, es su modelo de gestión caduco. Se ha convertido en una máquina de producir ineficiencia, tramitología, maltrato y corrupción con la puntualidad de un reloj suizo, pero sin la precisión, claro está.
Los servicios de salud pública son una oda a la desidia: hospitales que parecen terminales de buses destartalados, colas interminables y médicos obligados a ser héroes con presupuestos de villanos. La atención es tan precaria que uno sale agradecido de que lo atiendan tarde, porque siempre pudo ser peor.
En educación, los números hablan solos: la mitad de los escolares no entienden lo que leen. Y no se necesita prueba internacional alguna para comprobarlo; basta con escuchar a cualquier congresista leer una moción en el hemiciclo, porque sustentarla es imposible. El problema no es la falta de recursos, es la sobredosis de mediocridad, la estandarización hacia abajo y la complacencia en la práctica de la ley del mínimo esfuerzo.
La inseguridad es ya parte de la identidad nacional. La Policía, manoseada políticamente, actores en el Ministerio Público que parecerían tener la salida garantista y leguleyera perfecta para liberar delincuentes. Aquí la consigna no es “servir y proteger”, sino “servirse y protegerse”.
En infraestructura, la comedia alcanza niveles shakesperianos. Dos mil y pico de obras paralizadas: monumentos al desperdicio, templos a la corrupción. El aeropuerto Jorge Chávez inaugurado sin accesos, el puerto de Chancay con una sola carretera de acceso donde hay un puente que “no se cayó, se desplomó”, el Metro de Lima construyendo su estación en el aeropuerto que ya no funciona, un tren flamante, arrumado como juguete roto, porque la ¨real politick¨ tendría como consigna que no deba funcionar, y no olvidemos la construcción de un penal en la isla “El Frontón”, sin luz, agua ni desagüe y con un altísimo costo de operación y que tiene sendas opiniones desfavorables del mismo Ministerio de Justicia… ¡Pero qué nos importa, hay que hacerlo porque me da la gana! Es como si el Estado se propusiera a competir en creatividad absurda, con el agregado de que al competir contra sí mismo… ¡siempre ganará!
El caso de Machu Picchu es la joya del ridículo. El Estado sabía que la concesión de transporte vencía y, fiel a su tradición, no movió un dedo, mientras en el fondo difuminado se vislumbran intereses de algunos funcionarios públicos que parecieran pelear por la supremacía de la nueva concesión… Resultado: caos turístico, maltrato a visitantes y la oportunidad dorada de exhibirnos al mundo como un país incapaz de manejar ni sus propias maravillas… ¡Qué vergüenza! Y si alguien cree que ahí termina la tragicomedia, espere que falta al trasvase Olmos, que el Estado ha decidido operar por su cuenta. Un proyecto complejo, de altísimo riesgo… puesto en manos de quienes no saben ni tapar un hueco en la pista. ¿Qué puede salir mal? ¡¡¡Absolutamente todo!!!
La conclusión es simple y brutal: vivimos en una cultura combi. Esa que celebra la viveza, la improvisación, el “ya fue”, “así nomás”, “que importa que robe, así no haga obra”. Una cultura que convierte el país en una combi sin frenos, con chofer borracho y sin licencia, cobrador abusivo y pasajeros resignados al sufrimiento ya institucionalizado.
La culpa no es solo de los burócratas que usufructúan el Estado como si fuera un botín. También es nuestra, porque seguimos votando por improvisados, por los que disfrazan incompetencia con discursos, o peor aún, por esos extremistas que creen que destruirlo todo es sinónimo de cambio. El resultado ya lo conocemos: desgracias envueltas en retórica barata.
Y para muestra, ahí están los rostros de la ineficiencia con corona de hoy: una Sra. preocupada por sus Rolex´s y que parece vivir en un país paralelo donde todo funciona, y otra que se autoproclama adalid de la legalidad mientras obliga a funcionarios a encenderle velas en vigilias forzadas. Entre el desgobierno indolente y el autoritarismo disfrazado de moralidad, el Perú sigue atrapado en el mismo callejón sin salida.
En el fondo, todo se resume en una clase política que gobierna con el ojo puesto en la carátula del domingo, no en la razón y menos en la opinión técnica. Ministros que cambian de opinión como quien cambia de fustán: hoy dicen blanco, mañana negro, y pasado mañana se disfrazan de grises para salir bien en la foto. ¡Así se conduce un circo, no un país!
El Perú no necesita más caudillos de opereta, ni tecnócratas de powerpoint. Necesita equipos capaces de gestionar, de entender cómo se maneja un Estado sin convertirlo en botín ni en pasarela. Porque si seguimos entregando el timón a choferes de combi como los que hoy nos gobiernan, no nos quejemos cuando la próxima curva nos deje estampados contra el muro de nuestra propia indiferencia.
¡Despierta Perú, despierta!
#PanchoCalisto
Fuente: CanalB
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